LA SORPRESA

13.06.2013 18:31

LA SORPRESA

 

 

 Supongo que aquel año en Italia estaba tan perdido como ahora. La mente suele jugar a estas cosas. Asociaciones. Mientras escuchaba a Mahler en la carretera los paisajes del Norte se sucedían como si fuese la taiga. Y, entonces, hábilmente, uno pasaba, el cerebro te llevaba, o a saber qué víscera, desde el músico austríaco, hasta Mann, Thomas, por la “Muerte en Venecia” de Visconti, y, gracias al término “taiga”, a otras latitudes muy lejanas, Akira Kurosawa, y su inolvidable “Dersu Uzala”. Pero al decir “víscera”, el viaje desde la pequeña habitación en que me hallo recluido, iba al Antiguo Egipto, y probablemente, a la mirada aterrada del hijo de Amenofis en su tránsito por el río eterno. Hacía mucho tiempo que no jugaba a las asociaciones y, como estoy en mi cuarto, solo, triste, y un punto deprimido, pues, todos esos viajes imaginarios juegan a agrandar una realidad incómoda, ineludible, más bien prosaica, y poco gloriosa, cual suele suceder- Y así le sucedía según dicen, a Nathaniel Hawthorne, que estuvo encerrado en sus aposentos ni se sabe los años, y a otros muchos.

 

La diferencia –si la hay- es que yo llevo en la cabeza ese Adagio, como él llevaría a saber qué o nada, en fin. “That´s the way it is”. La mente puede viajar cuanto le venga en gana, pero si la vida no alimenta, todo se vuelve inane, sin sentido, y va cobrando el color grisáceo o sepia, el color desleído de las antiguas instantáneas, siempre triste –y no es necesario que sea de muertos, como en “Los otros”- siempre triste, simplemente, por el trancurso, el desgaste, la fuga sin más de todo, la fuga.

 

E iba recorriendo las tierras próximas a Génova, todo cubierto de nieve, y pensando en mis veinte años, en lo seguro que me sentía a veces, y en el pánico terrible ante cualquier situación desconcertante sobrevenida, a la mínima de cambio. Iba a ver Padua, el condotiero, y la Iglesia, con todas las ofrendas colgadas de sus muros, iba a llegar a un Milán gélido y blanco, como el Moscú madrileño del “Doctor Zhivago”, y a ver la Scala con un 70% de nieve, y todos los automóviles sepultados en lo blanco. “Lo bianco”. “Noches blancas”, Mastroianni, Dostoievski, tantas conexiones.

 

El jóven lampiño se mira en el espejo del Hotel de Niza, una habitación desmesuradamente amplia para su soledad, decorada en un extraño estilo oriental de rojos y espejos, impropio de la geografía, pero muy acogedor, tal vez imitando el gusto de los tan cercanos de Cannes o St. Tropez. A saber si el dueño……..

 

Se está arreglando para ir al Casino, van a subir a Montecarlo, y, aunque el chófer está cansado, ha prometido llevarles a los mejores sitios, y por eso se esmera en sus pantalones y su camisa, tratando vanamente de disminuir sus arrugas, una camisa de cuadros negros y azules muy elegante, con la que espera impresionar a su amiga, que va con su hermano, que estudia Historia como él, y con la que subirá al pequeño y brillante Principado, además de la jóven pareja de brasileños.

 

En Niza más tarde, y con una decepción a medias, ya se sabe –fuego de artificios y luego nada, como suele suceder a estas edades-, en Niza, ideará el “Diario a´la mattina…”, poco después de caer rendido presa de una tremenda borrachera de alcohol barato, y compañía harto peligrosa, fruto de un natural y algo teatral despecho…..

 

Que del Negresco u otro hotel, cuyo nombre ahora no recuerdo, saliese la que entonces era actriz y no princesa, para bañarse exultante frente a un cleptómano y triunfante Cary Grant, no era punto a considerar todavía. Que el más famoso Ussepe, Garibaldi, hubiese nacido aquí, y le llevase a mal traer en la Biblioteca del Centro, las mañanas de diario, acabando “Il gatopardo”, tampoco. Que el Paseo de los Ingleses fuese una recurrencia en sus encuentros futuros y sus amistades de largo recorrido, tampoco.

 

Perdido. Irremisiblemente perdido. Sin rumbo. A la deriva. Viviendo una vida absurda que tenía toda la sensación de no desear, de no merecer. Y quién sabe cuánto atiende el destino a nuestros merecimientos y voluntades.

 

Mahler y su Quinta Sinfonía entre la nieve, Mann y su jovenzuelo siendo objeto de admiración del declinante Aschenbach, Dersu haciendo un iglú improvisado para salvar al oficial ruso, mientras Miguel Angel concibe la Capilla Sextina, Resnais nos desquicia con Marienbaad, y en un peaje camino de París otro delira de amor por la morena de ojos azules, que acabará conquistando inopinadamente, estúpidamente, cuando, casi a la desesperada, salta –con gran riesgo de escándalo- a todos los pasajeros dormidos del autobús, y se sienta junto a ella, Nena de ojos azules y delirante cabello negro, que acabará besándole, cuando ya abandonaba, cuando estaba pensando en levantarse, en el último segundo, llegando a París, amaneciendo. Y no es cuento.

 

Perdido. Como cuando buscaba a sus alumnos de madrugada, sabiendo que no los encontraría ya, por haber hecho el imbécil, el caballero andante y el memo, acompañando a aquella pesada, engreída, ácida, que a más de todo el trajín todavía acabaría casi insultándole.

 

Invierno en las montañas, recuperándose, tratando, por vez primera de dejar de fumar, dando vueltas increíbles con su amigo Pablo, por las noches de Guadarrama, donde luego encontraría a su musa de los años tempranos, que hoy enseña español, en Alemania.

 

Perdido. Y se arregla, en una de esas noches inmarchitables del Mediterráneo, del verano jóven, en que todo vive y late con tal calor que parece fuera a reventarse en cualquier esquina, en una de esas noches donde el “todo puede suceder” aun es cierto, y así lo recuerda: sorpresas en los gestos, en los  besos, en las revelaciones hechas a la luz de aquellas noches que ya nunca morirán aunque nadie las recuerde. En algún vago panteón de la belleza, los dioses custodios, hurtan a Medusa y sus secuaces, tan tenues momentos.

 

Y lo que más llama la atención, luego, no son los hechos, en el primer recuerdo, sino los detalles: la brisa en el mirador frente al Acuario, el rostro de Galo al detenerse en un semáforo, esconderse de los demás en Santa Croce o el Panteón, volar escaleras arriba en la Biblioteca, o no aparecer nunca, simplemente, en los jardines de Villa d´Este.

 

Perdido. Inseguro. Y esperando esa sorpresa tan desveladora, tan reveladora, tan descomunal y viva, como la de aquellos días, ahora que es tan infrecuente.

 

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